viernes, 30 de abril de 2010

Máquina viva

Funcionando en el estertor
el apresurado traqueteo sobre el pavimento

de la sangre viva de esta máquina
de ésta la máquina viva de sangre

iterar verso
iterar verso
iterar inverso

Vectores, líneas, funciones;
Una línea es un conjunto de puntos,
cada punto una persona
cada persona un conjunto de sesos;
Una abstracción, por supuesto:
el punto no existe.

Y sin embargo sonríes
sonríes entre la mutitud,
me miras sin mirarme
ves al vacío
(o por lo menos finjes ver al vacío)
y te vuelves a perder
en el vacío
entre la gente
entre las abstracciones.

miércoles, 28 de abril de 2010

Mareo

El mundo se desvaneció de golpe,
invadido por una taciturna disnea;
mas la pálida inapetencia no le era ajena:
muchos siglos había vivido ya con ella.

Vomitaba Artemisa su paciencia
Recuerdo su mirada escuálida;
el dolor su ceño ceñía
Y la luna,
llena la luna la luna ella,
mareada de mar y de hado,
enferma de luz y marejada
Otra vez se desmayaba.

martes, 27 de abril de 2010

Dolores

Siete de la noche. Cual monumento, Dolores se yergue frente a una puerta de cristal tapizada con periódicos amarillentos por el sol y el tiempo. Sus brazos estirados hacia los lados, su cabeza en alto; su enorme figura cónica por tantos abrigos y harapos sucios; su cara angelical magullada por tierra y esmog, sus cabellos hirsutos, su mirada vacía. Sus manos están cubiertas con guantes, extrañamente intactos. Sus labios resecos y sedientos murmuran maldiciones aleatorias. Su respiración, sin embargo, es pasiva, casi imperceptible, como la de los hindúes que meditan por horas; contrastando con el ir y venir de gente que derrocha el aire por doquier.


Dolores no se inmuta, no tiene prisa. Los individuos que se deslizan por la acera frente a ella evitan verla, como si así dejara de existir y de provocarles curiosidad. Algunos, sin embargo, la miran con desprecio o temor. ¿Quién no iba a temer esos labios vibrantes, expidiendo oraciones malditas, males de ojo en potencia? Ninguno de esos trabajadores, valiosos y empoderados miembros de la sociedad se puede dar el lujo de creer en supersticiones: sin embargo, se trastoca una profunda fibra en algún lugar del pecho, se contrae, se anuda al mirarla en su pose de estatua; la gente se tensa de golpe, una por una mecánicamente, una tras otra, como la etapa en una línea de producción en la que se imprime un vago temor en los corazones.


¿Por qué un vagabundo ha de tener un nombre?

jueves, 8 de abril de 2010

La revuelta de la sombra espástica


¿Y cómo se supone que quieres que sea
la pinche revuelta de la sombra espástica?

¿Sangre saltando por las coladeras y pueriles presas de atrofias musculares?

¿Festín de cartílagos recién quebrados
ante los ojos endemoniados de miles de hermanos?

¿Silbidos en el vacío que olvidaron hace tiempo la melodía?

¿Ojos hacinados
supurando su ictericia en vagones del metro
que siguen andando?


¡Insalobres pasillos,
vahos violentos de gasolina,
vulgares infecciones y tumores ostentosos,
reinando revoltosos las tribus de inmundicia!

¡Y cómo se supone que quieres que sea la pinche revuelta de la sombra espástica!




(Este salió en uno de mis periplos metrobuseros. Creo no ser el único que se vuelve por lo menos misántropo entre tanta gente. Por suerte, existen formas pacíficas de hacer catársis.)
[Fin de la nota. Perdón, Hugo, si estás leyendo esto]

martes, 6 de abril de 2010

Respirar

Aprovechando que ya abrí el baúl de los recuerdos, y que de todas formas me robaron el baúl reciente, posteo este pequeño experimento que hice en 2006. No estoy seguro sobre en qué género situarlo. Quizás ustedes podrían ayudarme...
Otra observación: este loquesea tiene instructivo. El título es un poco contradictorio. Hay que intentar no respirar, leerlo parsimoniosamente, y al final, respirar hondo, recobrando la respiración normal. Espero que la manera en la que esté escrito ayude, y, sobre todo, que lo disfruten, o por lo menos lo discutan.

r e s p i r a r


Siempre supe que Miguel era extraño. Su forma de mirar, de caminar, el labio inferior colgante, su respiración intermitente...
Malo. Este adjetivo simple siempre me invadía, como invadiría a un niño en cuanto a sus padres, quienes se rehúsan a satisfacer sus deseos.


Pero, ¿qué era lo que me hacía tenerlo en tan poca gracia? Eso siempre fue un misterio. Todas las veces que emprendía mi pensamiento hacia responder esta pregunta, algo más trivial surgía, y me distraía. Esto sólo agregaba misterio a la situación.


Sé que entré a su casa...


El polvo indicaba un descuido que yo siempre me atribuí a mí mismo. Los gatos perforaban las paredes con sus garras, luego defecaban en los hoyos maliciosamente. Eran el estereotipo exacerbado de un gato.


Él hablaba con tono violento, seguramente de algo que le molestaba y sabía que no iba a poder resolver. Pero en ese caso, todo le molestaba. Sus facciones azules, por la luz de la mañana, me sugerían que la noche anterior había padecido gravemente de algún mal. Yo no podía escucharlo. Sólo veía sus labios malformados vibrar ferozmente, pero yo estaba en un frígido languidecer en ese momento.


Sí, eran rechinidos en la oscuridad...


Ruedas de carroza decimonónica se movían como molino que no descansa.


Sin embargo, no había fuente de energía que las moviera.


En la oscuridad, sus ojos malditos aparecieron, tumbándome de mi repentino despertar e inmovilizándome. Me observaron fijamente, esa mirada MALA, asquerosa. No pude gritar. El felino no se quedó mucho más sobre mí, de todas formas.


Una tos exagerada venía del cuarto de junto.


No supiste verme bien


¿No? Creo que era imposible. ¿Cómo te iba a ver bien desde ahí?

Otra vez inaudible, como una película muda. El frío cielo azul de madrugada, dentro del cual resalta el rojo. Miguel no había parado de escupir gatos toda la mañana. Me decía que era bronquitis. Era todo lo que sabía decir.


Sus cuadros repetían escenas oníricas. Sus figurillas de barro representaban caras con diferentes expresiones. Sentimientos a medias, ojos perforados por varillas de incienso; sobre todo narices.

Su sutileza animal siempre me sorprendía. Algún día me rodeó y me trepó como serpiente. Me seseaba al oído, prometía concederme sueños grandiosos. Pero todo ese tiempo supe que era un hablador.

Y cuando maullaba, todo mi cuerpo se estremecía. Era como si supiera sobre mis puntos erógenos psíquicos. Pero con todo, yo seguía sin poder salir, confinado en esta casa vieja.


Sé que no entré a su casa...


Cada vez que oíamos pasos en el pasillo se nos entumía el cerebro. El vino rancio se arranciaba más y las especulaciones se congelaban en el tiempo. Nos invadía la duda sobre la existencia del tiempo.


Pero los gatos se movían con ímpetu militar. Las nubes rojizas dentro del anochecer nos miraban fijamente, en nuestra impotencia hacia la rebelión felina.


¿Qué haríamos cuando las sombras decidieran devorarnos? ¿Cómo responderíamos, cómo canalizaríamos la angustia acumulada de toda una vida?


No eran rechinidos, eran pasos...


Cada vez más cerca, acelerando con el pasar del tiempo, en sincronía con nuestros corazones.


Sus olores fantasmales llegaban a nuestras narices. El rancio perfume dulzón del tiempo salía también de los sillones. Estábamos atrapados dentro del círculo de oscuridad.

Esos malditos gatos me las pagarán algún día.

¿Pero por qué no dejas de gritar?


¿Qué es lo que pasaba contigo? Tu mirada reventaba de inane, y fue ahí donde supe bien que no ibas a volver. ¡Ay Miguel! ¿Por qué dejaste la luna encendida?


El musgo se apoderó de la casa en muy poco tiempo; pero ya no importaba el tiempo, pues yo ya estaba congelado.


Se oyeron golpes demoledores de todos los techos. Ya no pude hacer nada, y las sombras salieron huyendo.


Esos malditos gatos, ¡algún día me las pagarán!


Yo y la calle. Pero no por mucho, pues pronto se pudrió el pavimento, subió el nivel de agua del río hasta inundarla, y la ciudad desapareció por completo.


Pero

Al fin
P U D E

r e s p i r a r

lunes, 5 de abril de 2010

La Decadencia: entre la luz y la mugre

Preámbulo: Este trabajo lo escribí para la clase de filosofía de tercero de prepa de don Jorge Bonilla, a quien debo muchísimo. 2008!

Advertencia: En este artículo, busco indagar un poco en el concepto de decadencia sociohistórica, que, sobra decir, me produce cierta inquietud: ¿existe per se la decadencia a nivel histórico? ¿en qué nos basamos para aborrecer el presente, para declarar muertos los valores? Soy de la opinión que una situación de “ausencia de valores” es imposible, ya que si hay algo natural en la humanidad, es precisamente establecer valores para asir la realidad. Este escrito arroja una serie de datos, que, confieso, peca de desorden y superficialidad. Si esto es grave problema para el lector, le recomiendo que no pase este texto por alto y amablemente vaya directo a las conclusiones.

¿Qué es la decadencia? Una sensación de ir hacia abajo, de caer como un águila perforada por una flecha. De descomposición de un objeto, la decrepitud del papel tapiz en la acogedora casa de los abuelos, llena ahora sólo parcialmente de esa vitalidad que otrora ahí estuvo.

¿Dónde escuchamos esta palabra? La primera imagen que viene a mi palabroseado ser-cabeza es la de una señora a punto de sufrir un soponcio, abanicándose violentamente, la anchura de sus caderas apechugada al cuero de una silla de dudoso estilo victoriano, exaltada ante la vulgaridad de sus concomensales en un Sanborns, pensando con enjundia: “ya no hay valores”. Pero no sólo es historia de nalgas petulantes. También está en un suspiro en un salón de clases de historia que exalta la energía vital que corría por las venas del movimiento del 68, las patadas de ahogado de un sentido en los ideales políticos y sociales; en la comparación de un periodismo del siglo XIX con gran trabajo estético en el lenguaje y el considerar arte a las peripecias etílicas de Bukowski (no que me oponga, por cierto). En suma, la identificación en el pasado de aquello que habríamos preferido vivir.

¿Por qué decadencia y no declive? Quizás la palabra decadencia nos presenta una imagen más potente, ofrece algo a cada uno de nuestros sentidos. Ayuda la polisemia de esta palabra: repugnancia, nostalgia, melancolía por el futuro que nos depara bajando la colina. Este grado de subjetividad torna a la palabra un tanto ambigua al hablar de una sociedad, que más bien suma subjetividades distintas. Y aún más borrosa se vuelve cuando nos referimos a un tiempo que no vivimos. La historia percibida (es decir, aquella que está en el imaginario colectivo) está dentro del caldo de los significados humanos, de los sistemas de valores de una cultura, sazonado además con las interpretaciones de historiadores que, en nuestros días a través de la volatilidad de las palabras y las ideas en los medios masivos de comunicación, renuevan el pasado con una regularidad abrumadora y una soltura impresionante.

Lewis (1979, 89-97), para aclarar el papel “deformador” –si consentimos, como espero que no lo hagamos, que toda interpretación y juicio sobre la historia es una deformación de “la verdadera historia”– de la Historia por parte de los historiadores, pone el ejemplo de la historia de Al-Andalus. Esta Historia fue investigada primeramente por eruditos europeos, siendo que no formaba parte importante de la memoria académica en el mundo islámico después de la expulsión de moros y judíos en 1492. Inspirados en lo que vieron como el cúmulo de grandeza de la cultura islámica antigua, los propios árabes reincorporaron este período a la memoria de su cultura ya cuando era notorio un declive económico y de orgullo ante el Occidente en crecimiento. Sirvió así de paliativo emocional, así como sirve a los mexicanos la grandeza de Tenochtitlan. Y es que los mismos historiadores están coloreados de su cultura (siendo seres humanos) y buscarán en la mayoría de ocasiones reivindicar su identidad cultural ante situaciones adversas. El mismo autor habla de la percepción de los eruditos árabes en cuanto a las cruzadas (102-104): en su momento, no reparaban mucho en las cruzadas y ni siquiera había un término exacto para esas guerras ni sus actores. Para 1975, los pensadores musulmanes se referían a las cruzadas como un intento occidental de minar la cultura árabe, así como también culpaban a los turcos otomanos y a los mongoles (que destruyeron la biblioteca de Bagdad en el siglo XIII) de la decadencia de la cultura árabe. Más adelante, en las conclusiones, me referiré de nuevo a esta situación. Por lo pronto, ¿qué nos llama tanto la atención de ese compendio de gente muerta que es la historia?

“Ya Aristóteles había expulsado a la historia del conjunto de las ciencias precisamente porque se ocupa de lo particular, que no es objeto de ninguna ciencia. Cada hecho acaece sólo una vez, y no volverá a producirse. Esta singularidad constituye también para muchos –productores y consumidores de historia– su principal atractivo: Amar lo que nunca se verá dos veces.”(le Goff: 1991, 36)

¿Será por eso que encarecemos un pasado que no vivimos? ¿Menos oferta de situaciones y “estructuras generales”[1] del pasado, más valioso éste? Usando términos económicos: la palabra “caro” significa, en italiano y francés, literalmente, querido. El pasado, esa grandeza, es raro, irrepetible, “costoso”, querido.

Ortega y Gasset (1937, 87-103) propone identificar el grado de realización de una sociedad para determinar cuáles son los puntos altos y bajos de su historia. En base al razonamiento del párrafo anterior y a mis dudas sobre la posibilidad de establecer una unidad eminente de los anhelos de una sociedad, difiero un tanto del criterio establecido por este autor español de ácida y seductora prosa, pues es difícil medir la “realización de una sociedad”. En mi opinión, suele ser muy fácil apreciar sentimentalmente el pasado sobre un presente incierto, sin importar qué tan amenazante pueda ser el medio.

Aquellas cancioncitas pegajosas que nos desesperan con sus insistentes repeticiones en la radio, mientras más alejadas en el tiempo, más nos sumergen el corazón en la miel de la nostalgia. Y no sólo lo que hemos vivido, sino también lo que no nos tocó vivir. Igual dulzura podemos experimentar al ver fotografías de nuestros abuelos en pañales, en escuchar historias sobre nuestros antepasados y sus épocas. El amor por el pasado es el agua que corre por el cauce de la necesidad de sentirnos nosotros mismos: en cuanto a la experiencia individual, forjarnos en la memoria narrativas que nos conformen como individuos, en cuanto al sentir de un grupo, desarrollar una identidad en la que se sumen los egos en uno más grande. Con la presencia de estos bellos sentimientos y necesidades humanas, ¿cómo es posible que asgamos con tanta facilidad la idea de la decadencia? Para intentar responder esta pregunta es menester suponer que pensar la decadencia sea una necesidad de las sociedades, si no de la Historia, con hache mayúscula.

Las edades míticas de oro

Jacques le Goff indaga en la percepción del tiempo en diferentes culturas en su libro El orden de la memoria: el tiempo como imaginario. Es común encontrar en las sociedades un anhelo por una edad de oro, que generalmente se ubica cercana a la creación de la humanidad. Eran tiempos de abundancia, de felicidad. Según las tribus Aranda en el pacífico, no había ni bien ni mal, ni leyes ni prohibiciones. Para los Guaraníes, era una tierra sin mal donde imperaba la justicia. Ya ni mencionar el Edén perdido de la cultura judeocristiana.

Para le Goff, estas edades míticas se crean para “dominar el tiempo y la historia y para satisfacer las propias aspiraciones a la felicidad y a la justicia o los temores frente al engañoso e inquietante concatenarse de los acontecimientos.” (1977, 11)

En varias religiones orientales, además de estar prescritos estos tiempos benévolos y de decadencia en el futuro, están muchas veces también profetizados los patrones que llevarán éstas en su devenir. Así, en el zoroastrismo reina el bien por tres mil años, el equilibrio del bien y el mal otros tres mil y después una lucha violenta en la que ganará el bien de nuevo.

Y no sólo en el zoroastrismo encontramos esta idea del eterno retorno, del devenir del tiempo de un principio a un fin y de la eterna repetición de estos ciclos. ¿Qué significa este ir y venir de una edad totalmente feliz y abundante hacia la siguiente? Después del fin de la edad mítica, todo va decayendo. El pasar del tiempo implica un alejamiento de la era de oro.

Le Goff luego establece una comparación directa entre las edades de oro de la antigüedad que pasa por el renacimiento (visto a sí mismo como una edad de oro en cuanto a las artes y ciencias) hasta las utopías sociales del siglo XIX, por medio del concepto de escatología.

Escatología es, como aquí se concibe, la parte de una religión que trata del fin del mundo, sea éste el fin de todas las cosas o el fin del mundo como lo conocemos y la ulterior imposición de un nuevo ciclo, una nueva edad de luz. En esta concepción, el tiempo o las condiciones para el gran cambio están dados, profetizados.

Siendo que la Edad dorada estaba identificada con el pasado, el hombre occidental quizá la esperaba encontrar en las sociedades “primitivas” de América, en los “buenos salvajes”. La teoría del buen salvaje, por otro lado, siempre ha coexistido con su opuesto, en el cual, algún actor de la colonización española de América deja escrito en 1529 que se avecinaba en alguna isla caribeña de indios flojos “una edad de oro de “felicidad “singularmente contenida”, en la cual el trabajo es necesario y, sobre todo, en la cual, por vez primera, existe la propiedad privada” (1977, 43)

De ahí demos un gran salto al siglo XIX, precedido por el Iluminismo francés que percibe una evolución inevitable de la humanidad, creándose así teóricamente escenarios de mejores condiciones para el ser humano. Es éste el auge de las utopías en las que, igual como en las edades míticas, la apuesta de la esperanza es hacia el futuro, pero un futuro que es a la vez retorno. Veamos, pues, al Marxismo, que con fuertes pretensiones científicas desarrolla un sistema del devenir, cíclico en cuanto al camino trazado por Hegel en su idealismo histórico. El capitalismo decaerá dando necesariamente lugar al socialismo y después al anhelado comunismo, en el que no hay clases sociales. Y ahí no para la cosa: el comunismo y la etapa de producción asiática son la primera y la última de la historia. De esta manera, Marx y Engels buscan, tan fervientemente como en la antigüedad, jalar al tiempo por los cuernos, profetizar (sólo que ahora bajo la bandera de la ciencia) el futuro, dejar su semilla en cuanto a la incertidumbre del futuro y de esta manera trascender, también una necesidad humana. También en la enramada de ideologías del siglo XIX se encuentra el positivismo, que a su vez busca definir el futuro en función de un progreso eterno ligado al devenir de las ciencias y de la tecnificación de la sociedad, “progreso” por el que hoy en día amamos y nos damos de topes mientras la tecnología rebasa los ritmos de la historia. El curioso objetivo en esta forma de pensar sería una felicidad que se maximiza: si tú tienes una felicidad, yo quiero dos.

Otro ejemplo escatológico es el temor a la destrucción total de la era atómica. En un occidente en constante descristianización, parecen sólo remplazarse los contenidos de los esquemas: es difícil pensar, ya deteniéndonos un poco, que por más cruenta que sea una guerra entre superpotencias mundiales, se fuere a permitir la obliteración total que vemos agradablemente en Dr Strangelove and How I Learned to Love the Atomic Bomb.

También se ven algunas ocasiones en las que se habla de acelerar los cambios que están por venir. Vemos en este esquema al bolcheviquismo, por ejemplo, que busca acelerar la revolución descrita por Marx y sus secuaces (está se dará de todas formas, pero hay un sentido de deber histórico ineludible en este tipo de pensamiento).

Y es bajo estos esquemas de tiempo trazados por el ser humano a través de su existencia que se hace necesaria la decadencia. A lo largo de la historia de este término[2], se vacila entre una ansiedad sobre lo que sucederá después de “tocar fondo” y su visión como puente hacia la renovación. Ante la caída del imperio romano se consideraba el mito de las razas[3] como el esquema de lo que sucede con la humanidad. Ya para 418 d.C., San Agustín desprecia el pesimismo reinante –dado bajo la cuestión de por qué Dios había abandonado al Imperio Romano que comenzaba a buscar redención de su pasado pagano– preguntando a su vez “¿Por qué lo que está destinado a permanecer se espanta por la caída de lo que debe caducar?” (San Agustín en le Goff: 1977, 97). Ya en el Medioevo se habla no de decadentia, perversio y subversio, sino de una renovatio, junto con la idea de translatio imperii/studii, en la que, ya no eterno, el imperio romano se ha heredado a los jerarcas civiles y religiosos de la nueva configuración de la Europa occidental.

El idioma alemán, en su cristalina etimología, posee dos palabras para la decadencia que denotan estos dos sentires en torno a ella: Verfall y Untergang. La primera remite más a la vejez y su decrepitud, mientras que la segunda, al declinar del día, el ocaso del sol, la “decadencia” del año siendo el otoño.

¿Por qué este radical cambio de pesimismo a optimismo? Sin duda se trata de otra característica de la historia, la pensada: la enorme gama de características de un determinado tiempo y juicios del presente que se pueden combinar para describir el pasado y, en consecuencia, el presente; y esto simplemente porque para comprender algo nos aferramos a los referentes que nos son accesibles[4]. Los Romanos ensalzan la virilidad y potencia de un régimen imperial, mientras que el cristianismo de la época puede acercarnos a apreciar más la pacífica contemplación y la relación con un ser superior, cosas que deprecian la vida en la tierra. No es hasta el poderoso dominio de las instituciones católicas que se puede dejar atrás el trauma.

Un ejemplo que presenta le Goff más cercano al presente es la concepción de Lukács sobre la decadencia. La novela histórica es para él bella en cuanto a su acercamiento a la Sociedad de la que surge. Es cuando adopta desvíos burgueses cuando se vuelve decadente. De igual manera, en la Francia de 1848, con la ruptura brusca entre proletariado y burguesía, se nota una decadencia de la última en cuanto su alejamiento de la democracia burguesa revolucionaria hacia el “liberalismo vil y oportunista”. Una novelista marxista, Anna Seghers, quien no consideraba apropiado encontrar la explicación de una obra fuera de la misma, escribe más hacia la idea de renovación al criticar a Lukács: “Es necesario calcular bien las caídas, no ya con la ayuda de la fama póstuma o por temor de equivocarse, sino para no hacer mal a cualquier cosa viva, nueva”. (le Goff:1977, 110).

¿En qué sentido sería, pues, decadente nuestro mundo de hoy?

Oswald Spengler percibe la decadencia (esta vez más específicamente de occidente y con un oneroso impacto de la desgarradora primera guerra mundial) en función de otro sistema complejo de lectura de la Historia. En él, descarta el materialismo por su negligencia para con lo orgánico y su fijación con lo mecánico. Spengler también concibe al devenir de la humanidad con la metáfora biológica: juventud, vejez, etc. Este autor alemán distingue varias culturas que conviven entre sí y cuyos valores y estadios determinan su posición en su ciclo vital. “Las civilizaciones son los estadios más exteriores y más artificiales de los que una especie humana superior es capaz. Ellas representan un fin, son lo devenido que sucede al devenir, la muerte que sigue a la vida, la fijeza que sigue a la evolución” (le Goff: 1977, 106). Para Spengler, la civilización es cuando la nación tiende al imperio, se cesa la creación original, hay una adherencia e imposición mecánica de ideas muertas. Los esquemas desarrollados con espíritu de indagación metafísica son impuestos en favor de la perpetuación material. En palabras de le Goff, una situación autonecrófaga. Este proceso ha iniciado para él en el siglo XIX, con la creciente tecnificación de la vida cotidiana, la sustitución del “espíritu de patria” con el espíritu acumulativo de bienes materiales del capitalismo[5]; la creciente cosmopolitización, la hipertrofia de las ciudades con el mecanicismo característico.

Platón, muestra le Goff, habla de una manera parecida: en el marco de la filosofía política, la atracción del placer lleva al desprecio del bien, cosa que en un Estado lleva a la corrupción, el desorden en técnicas y oficios, costumbres y ciudades. El provecho es la forma más peligrosa de la búsqueda del placer y se sucede en regímenes decadentes: aristocracia militar, oligarquía mercantil, un intermedio de democracia y por último, la tiranía. ¿No vemos en nuestros días con frecuencia que los negocios han monopolizado a la política? Para Platón y Aristóteles, la única y más fuerte salida de esta situación es la educación (le Goff:1977, 91-92). Pero, visto ahora desde el razonamiento de Spengler, ésta tampoco escapa a la influencia decadente de actitudes mercantilistas.

Esta relación de lujo y decadencia también se puede ver en la caída del imperio romano, donde reinaba una necesidad de los poderosos de derrochar para “agotar el cáliz de la vida que huye”.

Por otro lado, en otra lectura de la decadencia romana, Montesquieu explica la anterior grandeza de Roma en la igualdad y libertad, en el sentimiento de los militares de ser ciudadanos, y la decadencia en su despotismo. No se encuentra aquí ningún reclamo moral hacia las actitudes tomadas como consecuencia de aquella decadencia.

Sin duda, el sentimiento de decadencia del siglo XX va más allá del lujo (Touraine: 1994, 20-100). Por una parte, occidente ha sufrido una crisis de la racionalidad. La tradición que buscó sustituir el imperio de los valores morales, que se traducían en despotismo, con valores éticos racionales, la Ilustración, se ha venido poniendo en tela de juicio desde el surgimiento de la Modernidad. El espíritu positivista del siglo XIX, indudablemente considerado a sí mismo heredero del movimiento anterior mencionado, entra en una crisis, ya que, para fines del siglo XIX, se ve claramente que el progreso material de la humanidad está restringido: el continente Africano debe ser dividido entre las potencias, bajo las sábanas de la economía liberal se expande el proteccionismo y la alianza del Estado con sus empresarios para aumentar el poder económico. De manera muy resumida son estas situaciones las que llevan a Europa a la primera guerra mundial. El darwinismo y el determinismo conductual se suman a las filas de golpes que se traducen en un desencantamiento de occidente, en la ruptura de la milenaria alianza del cielo y la tierra a través de la humanidad. Los centros urbanos comienzan a crecer desmedidamente, la organización racional burocrática se vuelve indispensable y dominante, y todos esos principios racionalistas del alma se comienzan a reducir a la racionalidad instrumental. Pero todo este crecimiento exponenciado está acompañado de un espíritu modernista en el que sí hay cierta duda sobre las bondades del progreso pero se considera impensable y retrógrada frenar la velocidad (Ortega y Gasset:1937, 82-93)(Weber:1941, 321).

Aquí comienza el agotamiento de la modernidad: cuando de repente son excesivas las consecuencias de los movimientos racionalizadores (no hace falta recordar la brutal racionalidad con la que se manejaron los campos de concentración nazis[6]), cuando la libertad de discernir de la gran máquina moderna de comercio internacional y crecimiento capitalista se ve reducida por la fortaleza de la ambición del sistema por crecer. “Si la modernidad se traduce en una mayor capacidad de acción de la sociedad sobre sí misma, ¿no se encuentra preñada la modernidad más de poder que de racionalización, de coacciones más que de liberación?” (Touraine:1994, 95). Encontramos, pues, aquí, el definitivo divorcio de la racionalidad y la liberación, unidas en matrimonio por los positivistas.

También fue el siglo XX uno del auge de las utopías. Los movimientos revolucionarios socialistas se vieron alimentados de una creciente injusticia en el mundo: de la opresión por parte de una clase empresaria con feroces miras para adelante y para arriba, una clase trabajadora con acceso cada vez mayor a mensajes revolucionarios y una clase media cada vez más presta a tomar acción política con un convencimiento casi ferviente de la teoría marxista. Pero pronto comenzó a ser evidente que la burocracia extrema que conllevaba la necesidad de competir con el mundo capitalista, el despotismo de regímenes como el de Stalin y la opresión consecuente a toda diferencia posible (en una palabra, totalitarismo) eran igual o más indeseables que la opresión en el mundo capitalista. Tanto que al llegar a la caída del muro de Berlín, nos encontramos con otro desencanto, el de las utopías, esas escatologías que tuvieron alguna vez la capacidad de iluminar los ojos con esperanza. El mote “idealista” no tardó en volverse peyorativo. Hoy en día puede encontrar sinónimos como ingenuo, pendejo, trasnochado, etc.

En vista de todo esto, no es raro que llevemos casi un siglo diciendo que nada es como solía serlo. Sólo hay que elegir del catálogo de lecturas de decadencia: en los valores morales en cambio continuo por la influencia de las nuevas tecnologías de la comunicación, en la alienación y enajenación de la sociedad capitalista, en la casi hollywoodense secuela del imperialismo yanqui, ahora en la escala de la santa democracia liberal bemol mayor... en la ambición de hegemonía cultural de los esquemas occidentales dentro de la asimilación de culturas alternativas, etc.

El crecimiento y la innovación más que detenerse se han acelerado. No pretendo calificar este hecho, ya que todo tiene sus bondades y estaría cayendo de lleno a declarar la decadencia con pesimismo total, y es mi intención, sobra decirlo, agarrar este concepto con pinzas. Nunca antes habíamos tenido a la mano la capacidad de expandir nuestras conciencias como hoy. Quizás la pregunta no es cómo detener al monstruo, sino cómo cambiar las mentalidades que detienen a las sociedades en general de utilizar de manera benéfica la situación actual

Respecto a la innovación, tuve la suerte de encontrar un libro bellamente ilustrado, de la década de los 60’s, que mira con ansias hacia el futuro del desarrollo tecnológico y su impacto en la sociedad, tema que tanto hace resaltar esta década y que hace que nuestra admiración supere a la de ese tiempo, entonces con el futuro, ahora con el pasado –ya sea por su ingenuidad o exagerado entusiasmo–.

“En la base del cambio cultural radica la innovación. La innovación parece ser el proceso bajo el cual yuxtaponemos lo existente de manera distinta a la anterior – palabras en una página, colores sobre un lienzo [...]. La base de la innovación parece ser el resultado de la interacción entre los estímulos de nuestro entorno y la manera en que nuestros sistemas nerviosos interpretan los mensajes que reciben [y producen nuevos mensajes]” (Fabun: 1967, 37)

La cantidad de mensajes a los que estamos expuestos hoy en día es abrumadora. Soy de la opinión que también la innovación constante nos puede llevar a cambiar las situaciones que nos aquejan, sobre todo en tiempos como éstos en los que parece ser que el desarrollo industrial de occidente puede llevar a la ruina de la humanidad, no cultural sino física, con el cambio climático y todos sus estragos.

Conclusiones

¿Existe la decadencia? Es una pregunta que lamentablemente no he podido contestar. Es evidente que el ser humano está obsesionado con la idea. Ya sea porque no soporta a tal grado el hecho de que la humanidad encontrará un fin que quiere verse como lo último aceptable o por la tentación de las generaciones de ver que la historia declina con ellos, este concepto ha trascendido barreras religiosas y políticas. Pero no ha trascendido aquéllas de la insuficiencia de sistemas de explicación del mundo, siempre tenemos que referirnos a algo en específico para hablar de decadencia, no podemos hablar en general. Incluso la mecánica cuántica hace énfasis en esto: no hay objeto sin observador.

Volvamos al ejemplo de la percepción de las cruzadas por parte de eruditos árabes en el siglo XX. Me gustaría hacer notar la intención del sentimiento de decadencia con culpables (que siempre hay culpables), que es provocar conflicto, crear un chivo expiatorio para referirse a él con ira: una actitud humana milenaria, hacer la guerra con el diferente aludiendo una amenaza a lo propio (que siempre es lo mejor). En fin, la historia de siempre, es una defensa violenta de la identidad, un punketo golpeando a un Emo, un militar argentino lanzando jóvenes narcotizados al mar por “rojos”, etc.

Hoy en día, la interacción entre culturas que se viene dando a pasos y tropezones agigantados crea una disrupción en la capacidad de la gente de emitir con la misma puntualidad de antes juicios de valor. Tanto lo occidental se diluye en las formas novedosas de comunicación y en el cosmopolitismo, como las otras culturas se ven obligadas a reconsiderar sus sistemas de valores en favor del utilitarismo capitalista occidental. Es lógico que una persona que surge de un relativo arraigo cultural a un sinnúmero de necesidades adaptativas distintas sienta que el medio moral le es adverso.

Respecto al cinismo “realista” de la sociedad después de la guerra fría, escribe un tal Claudio Magris: “Sólo criticando un mito se pone de relieve la fascinación a la que se resiste”. Para este escritor, no debemos caer en lo que tan atinadamente llama “realismo grandilocuente”. A fin de cuentas, tan es escatológico dar por vencida a la humanidad como lo son los mitos que se critican. ¿Debemos llorar los fracasos y abandonarnos a la incertidumbre y la inacción? Magris y yo decimos que no. La esperanza es lo único que debe sobrevivir al desencanto. Es la fuerza que nos lleva a seguir trabajando, a seguir mejorando, a arreglar las situaciones del presente. En occidente estamos al borde de una crisis de depresión colectiva. Quizás sea necesaria para reducir nuestras tasas de población si queremos sobrevivir en el planeta, pero no nos debe sobrecoger a todos.

Bibliografía

Fabun, Don. The Dynamics of Change. Engelwood Cliffs, EUA: Prentice-Hall, 1967

Hofer, Walter. El desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial. México D.F.: Diana, 1964. 365 pp.

Le Goff, Jacques. El orden de la memoria: el tiempo como imaginario. Barcelona: Paidós, 1977, 275 pp.

______________. Pensar la historia: Modernidad, presente, progreso. Barcelona: Paidós, 1991, 269 pp.

Lewis, Bernard. La historia recordada, rescatada, inventada. México D.F.: FCE, 1979, 132 pp.

Ortega y Gasset, José. La rebelión de las Masas. Madrid: Espasa, 1937, 295 pp.

Magris, Claudio. Utopía y desencanto. Barcelona: Anagrama, 2001

Touraine, Alain. Crítica de la Modernidad. México D.F.: FCE, 1994, 391 pp.

Weber, Max. Ética protestante y el espíritu del capitalismo. México D.F.: Éxodo, 2006, 285 pp.

Weber, Alfred. Historia de la cultura. México D.F.: FCE, 1941



[1] Ortega y Gasset (1937, 87-103) habla de “altura de los tiempos” refiriéndose a la imagen de una época convertida en una unidad simbólica identificable (que es a lo que me refiero con “estructuras generales, y creo que Ortega y Gasset también) en la que se siente “un pleno henchir del cauce de las venas”, una vitalidad surgida del sentimiento de un grupo social de estar cercano a la realización de una meta junto con la debida enjundia que esto conlleva.

[2] La concepción moderna de la palabra decadencia es relativamente nueva y se ha dado con una historia en la que se piensa en torno al declive de la humanidad de diversas formas; de igual manera, su utilización comienza a dar sus primeros pasos en la alta edad media. (le Goff:1977, 87-127)

[3] Este mito habla de la continua sucesión de sociedades o “razas” que sufrirán y serán inferiores a la anterior. Comienza con la raza de oro, luego plata, bronce, y la de entonces, de hierro y tierra.

[4] Esto también es central en la opinión de Ortega y Gasset sobre la percepción de la Historia.

[5] Max Weber (2006, 35) advierte, desde otra perspectiva des estudio, contra utilizar la expresión de “espíritu capitalista” con holgura, ya que a lo largo de la historia y del mundo hay características en la gente que maneja grandes capitales que podrían considerarse parte de este espíritu. Con esto quiero remarcar la amplia gama de posibilidades de lectura de la Historia.

[6] Y no sólo esto, sino también toda la guerra: “...una catástrofe, una catástrofe insensata que no resuelve ni un solo problema, pero que, en cambio, trae consigo mil más.” (Hofer:1964, 9-10)

Reaparición misteriosa de muim

Y como por arte de magia, este blog revive de los muertos como cuanto zombie que conocemos. Confieso una grafomanía insensata e inconstante, por lo que no será este blogue mi mascota bien-cuidada pelo-brillante, sino acaso un arrumbadero de triques. Pues así reinauguro este blogue, cuyo último post es del dosmilseis (¡! Habría podido jurar que no había ni nacido en 2006...)