martes, 27 de abril de 2010

Dolores

Siete de la noche. Cual monumento, Dolores se yergue frente a una puerta de cristal tapizada con periódicos amarillentos por el sol y el tiempo. Sus brazos estirados hacia los lados, su cabeza en alto; su enorme figura cónica por tantos abrigos y harapos sucios; su cara angelical magullada por tierra y esmog, sus cabellos hirsutos, su mirada vacía. Sus manos están cubiertas con guantes, extrañamente intactos. Sus labios resecos y sedientos murmuran maldiciones aleatorias. Su respiración, sin embargo, es pasiva, casi imperceptible, como la de los hindúes que meditan por horas; contrastando con el ir y venir de gente que derrocha el aire por doquier.


Dolores no se inmuta, no tiene prisa. Los individuos que se deslizan por la acera frente a ella evitan verla, como si así dejara de existir y de provocarles curiosidad. Algunos, sin embargo, la miran con desprecio o temor. ¿Quién no iba a temer esos labios vibrantes, expidiendo oraciones malditas, males de ojo en potencia? Ninguno de esos trabajadores, valiosos y empoderados miembros de la sociedad se puede dar el lujo de creer en supersticiones: sin embargo, se trastoca una profunda fibra en algún lugar del pecho, se contrae, se anuda al mirarla en su pose de estatua; la gente se tensa de golpe, una por una mecánicamente, una tras otra, como la etapa en una línea de producción en la que se imprime un vago temor en los corazones.


¿Por qué un vagabundo ha de tener un nombre?

1 comentario:

Ramis dijo...

¿Etiqueta "Vagabundos locochones"? A huevo, jajaja... Eso les envidio a los vagabundos, que no tienen por qué tener un nombre, ni tienen por qué justificar sus acciones, ni cabe ya la posibilidad de ofender a la gente más de lo que ya hacen con su simple presencia, y por lo tanto no tienen por qué medir sus palabras...